Un día cualquiera
Una vez que sales de la autopista debo coger una desviación que me lleva a un barrio de casas nuevas de no mas de 5 pisos, recién construidos, calles nuevas aparecidas de la nada, de el campo que antes había en este lugar. Algún comercio, solitario, abierto solo desde hace unos días, sin clientes, algún banco (como no). Locales tapiados por ladrillos y estos tapizados por graffitis de empresas de construcción, semáforos que distribuyen un tráfico que no hay. Son varias calles las que tengo que atravesar, de noche en la que la iluminación no da para observar todos los detalles. Al final se sale por un parque con raquíticos pinos, casi secos, matojos y solitarios bancos, una rotonda, un túnel por el que encima pasan trenes de mercancías lentos y largos. Giro a la izquierda y penetro en lo que supongo una puerta de plasma que engulle a mi coche y a mi, como en esa serie de TV que se viajaba de una dimensión a otra. Se penetra en otro mundo, los coches están aparcados a ambos lados de la carretera con la luz interior luciendo y enseñando caras congestionadas aguantando la respiración de esas caladas de muerte, caras que se reflejan en la plata que sostienen sus manos torpes. Paso a toda velocidad, casi atropellando a algún espectro cabizbajo y zizageante con esa mirada pérdida, buscando en la oscuridad algo, no sé el que. Se acaba el asfalto y empiezan los baches llenos de agua, barro, ratas, hierbajos sucios, basura por todos los lados, la carretera -si se puede llamar así- se empina, se oye como chapotean las ruedas del coche en los charcos y en la corriente de agua que baja de una alcantarilla que rebosa. Los focos del coche iluminan un mundo espectral de ruinas inanimadas y humanas. Llego al principio de la calle principal de ese batíburrillo de ruinas de casas tiradas por las grúas del ayuntamiento, casas sucias aún de píe, chabolas hechas en unas horas de chapa de madera y tiras de aislante plástico. Todas tienen una estufa de leña que calienta el reducido espacio, leña que traen esos espectros, personajes hundidos en el infierno, que por una micra de heroína o de base de cocaína traen con esfuerzo y buscan con denuedo durante el día. Aparco el coche con miedo a que cuando vuelva vea una ventana rota o la carrocería rayada o las ruedas pinchadas, siempre hay que pensar en eso cuando se llega hasta allí, por la noche es más fácil romper una ventana con una piedra y robar lo que sea, lo que haya, no importa es algo así como un deporte practicado por los más jóvenes. Salgo del coche y mirando hacia atrás de vez en cuando me mojo los zapatos y pantalones con todo esa agua estancada que siempre hay por todos los lados. Uno me increpa en la oscuridad y sin vernos las caras le contesto que no a esa pregunta que ni siquiera he oído, otro se cruza conmigo
mirándome de soslayo, ¿qué pensará? ¿Cómo darme un palo y robarme?. Una gitana me llama, apoyada en el quicio de su puerta dejando ver el interior iluminado de su chabola, quiere venderme algo de heroína, le digo que no, me grita y casi me insulta. He de tener cuidado porque siempre hay chavales jóvenes que pueden salir de la chabola y obligarte a ir o peor aún molestarte y fastidiarte, acojonarte en una palabra. El camino hasta la chabola de “la pelona” que así se llama la chavala de 17 años con una hija de tres que me “sirve” la heroína es corto pero siempre, curiosamente, se me hace eterno, parece una excursión de varias horas y me dan ganas de correr, pero eso es lo peor que puedo hacer, correr, conseguiría poner sobreaviso a todos los gitanos, asustarles y eso es lo peor que puede pasar. Camino rápido, tropezándome por no ver, debo sortear los objetos más variados y absurdos que se interponen en mi camino, juguetes rotos, hierros retorcidos, coches abandonados, tablones de madera… en la oscuridad todo parece aún más extraño. Procuro no pensar, avanzar sin mirar a un lado y a otro solo hacia el frente y al suelo para no tropezar y caerme. Según avanzo por esa calle de ruinas, chabolas y basura a la puerta de algunas casas una hoguera encima de una chapa de metal alumbra y da calor a algunos gitanos y gitanas que hablan y comen, se me antojan fantasmas a las puertas del infierno, guardianes de cuevas lúgubres donde están preparados los potros de tortura para gente como yo, que busca paraísos artificiales y encuentran pozos profundos y reales. La neblina lo hace todo más borroso y la humedad de la atmósfera hace que todo chorree y esté brillante por el reflejo de la luna menguante. Si no has ido más veces estate seguro que te perderás, es un laberinto de ruinas, no hay farolas, no hay bombillas en la puerta de las casas, no hay luz. Girando a la izquierda, subiendo una pequeña cuesta llego a la chabola de “la pelona”, allí esta ella con su hija de cara sucia y pelo ensortijado, las piernecitas dobladas como esos jinetes del oeste americano. “La pelona” no esta sola, a su lado está una chica joven de unos veintitantos años de cara agradable a pesar de alguna mueca, de pelo castaño sucio y manos ásperas con callos en las yemas de los dedos, toda la ropa que lleva parece que se la ha prestado el trapero, sucia de una o dos tallas más, botas de barro, mirada fija en mi en cuanto atravieso el marco de la puerta, en su mano cerrada lleva unas monedas, insuficientes para comprar una o dos micras de droga. Me pide unas monedas para llegar a la cantidad que la exige “la pelona” quiere dos micras, una de “caballo” otra de “base”, la miro y le pregunto la edad -28 años, me dice- busco en mi bolsillo y la doy un euro, su cara se ilumina suelta una sonrisa y me da las gracias, mira a “la pelona”, ansiosa y le muestra su mano llena de monedas. Toda la compasión que yo puedo mostrar por esa joven destrozada es desprecio en la cara de “la pelona”, le da la droga y me pregunta que qué quiero. Se lo digo y de un cacho de bolsa de plástico saca con una cucharilla el polvo amarillento marrón del caballo, lo pone en la pesa electrónica que marca con un tembloroso número la cantidad que le he pedido, rompe un trozo de bolsa de plástico y echa el polvo desde la pesa al trozo de bolsa de plástico, lo retuerce y me lo da. Con un adiós salgo de su cuchitril a la oscuridad pegajosa y fría. Desandando el camino hecho hace unos minutos, más rápido si cabe que a la ida. En esta ocasión alguien detrás de mi me pregunta si quiero pillar -”¿has pillado?” “¿quieres pillar?”- repite varias veces, acelero el paso y le contesto que no, Llego al coche, gracias a dios está tal y como lo dejé, puede que la noche me haya salvado de ese tipo de “accidentes”. Nervioso entro en el coche, arranco y piso el pedal del acelerador con ganas, salgo de esa “cuarta dimensión” por donde entré, los mismos coches, los mismos espectros, las mismas ratas escapando de las luces de mi coche, los dejo atrás. Escapo del mundo miserable que yo solo me he creado. Giro, doblo a la derecha, freno, acelero, meto la marcha, miro por el retrovisor, sigo carretera adelante y freno, aparco debajo de una farola, en ese barrio solitario recién construido, su luz ilumina el asiento delantero del acompañante, ahí están esos trozos de bolsa de plástico y en su interior mi deseo hecho polvo. Un trozo de papel de plata, un canuto de papel de plata, un montoncito de polvo amarillo marrón encima, el tubo en la boca, el mechero encendido debajo del papel de plata, el humo que entra en el tubo, en mis pulmones, en mi sangre, en mi cerebro … en mi alma, mi cara congestionada aguantando el aire viciado nacido de ese polvo amarillo marrón. El coche aparcado debajo de la luz de la farola en un barrio periférico y solitario. Y la noche indiferente.
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