OM TARE TUTARE TURE SOHA

domingo, 25 de diciembre de 2005

La muerte en casa

Una noche, sobre las once, me telefonea mi hermano con voz algo angustiosa, digo algo porque lo que más llamaba la atención era esa cadencia seseante, pastosa y algo ida de la voz cuando se esta ciego o colocado con heroína.
Hace años de esto ya pero bueno, sigo, al otro lado del teléfono mi hermano me cuenta que estaba pasando la tarde con un amigo comun de los dos, claro en esas ocasiones, en esos años y con esos años que tenían, siempre se inyectaban heroína, siempre habia "picos" a diestro y siniestro, nunca mejor empleada la palabra siniestro.
Con palabras atropelladas me pide que vaya a su casa urgentemente, su amigo, mi amigo, se había desmayado y no respondía ni a las voces ni a las tortas ni a nada. Casi inaudible me grita que parece que estuviera muerto.
Lo único que se me ocurrió fue la expresión-"¡¡la cagamos!!", no sé si lo dije en voz alta o fue solo un pensamiento.

En aquella época tener un muerto en casa por sobredosis de heroína era un "marrón", era un "puro", era, en definitiva "una cagada". La policía no solo te preguntaría mil y una cosas, también te llevaría a la comisaría y si no lo tenían claro te tomaban las huellas dactilares y te citaban para el próximo juicio.
Como se ve toda una historia de terror que llegaría a oídos de la familia. Todo un escenario de desolación y "final de los tiempos".

En esa situación y panorama, fui a casa de mi hermano literalmente volando, vivía lejos pero la angustia te hace llegar rápido a cualquier sitio. Mi cabeza era un vagón de metro en hora punta, no cabían más pensamientos atropellados y todos eran malos, preocupantes.
Mi hermano me llamó porque sabía que yo tenía la solución. La solución no era ni más ni menos que una ampolla de "naloxona" un antagonista de la heroína. Se inyectaba y anulaba la heroína. Podía sacar a un imbecil de la sobredosis y hacerle vivir hasta la siguiente ocasión, que pudiera ser que no tuviera tanta suerte. Pero eso no importaba en esos momentos.


Llegué a su casa y me vi a ese estúpido en el suelo, deslavazado, inerte, pálido como la nieve, babeante, despeinado, era la viva imagen de la estupidez e ignorancia humana encarnada en un individuo arrojado en el suelo de la casa de mi hermano.
Cargué la ampolla en una jeringa, temblaba, quité el aire y me dispuse a buscar una vena periférica en la que poder hundir la aguja y darle la vida a ese despojo.

Pasados unos minutos y después de varios gritos y tortazos el chico reaccionó, abrió los ojos y, como si saliera del propio vientre de su madre, preguntó que pasaba, donde estaba y se quejó de dolor de espalda y de cabeza. Todo esto parecía que lo decía en un idioma ininteligible.
Después de una hora más o menos, con los ojos semicerrados como un boxeador grogui, me dio las gracias.

Y a mi qué me importaba sus "gracias", la próxima no tendría tanta suerte. Todo esto viene a que, en la vida, todo depende de algo que pasa inesperadamente, puede que esté escrito, que sea el destino, pero todo ocurre por algo que se viste de "casualidad". Ese chico no murió porque yo estaba en mi casa y tenia naloxona, sino hubiera sido así ese chico hubiera muerto sin remedio.
La muerte, el amor, vienen sin esperarlo, sin que lo busquemos, repentinamente, el éxito de esas dos cosas depende de lo que tenga que ser, se llame destino, casualidad o como queramos nombrarlo.

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